Al parecer, no son pocas las empresas que nacen, se desarrollan y, después de algún tiempo, enferman y acaban sucumbiendo, incapaces de recuperar su salud. Otras, por el contrario, cuando su funcionamiento se deteriora, se reponen, e incluso parecen comenzar una atractiva y prometedora nueva vida. Las enfermedades de las organizaciones –desórdenes funcionales que echan raíces– tienen diferentes orígenes y no siempre pueden prevenirse convenientemente; en su caso, han de detectarse y combatirse pronto, y debemos acertar con el remedio. Los expertos declaran que sólo las organizaciones sanas e inteligentes sobrevivirán a las próximas décadas: no podemos discrepar en esto, aunque quizá sí quepa interpretar de manera diferente los conceptos de salud e inteligencia.
Todas las empresas tienen problemas e incluso enfermedades; pero parece que no siempre los encaran con suficiente acierto: el cuidado de la salud organizacional pasa por la prevención y, en su caso, por el rápido diagnóstico y tratamiento. Ignorar la existencia de problemas no es precisamente una forma inteligente de salvaguardar la salud; dedicarse a neutralizar los síntomas, tampoco. La función directiva parece consistir, cada vez más, en diseñar y hacer el mantenimiento de las organizaciones, y quizá ya no tanto en pilotarlas. Los directivos (como una especie de “médicos”) han de hacer un permanente ejercicio de análisis, síntesis, y adaptación de las soluciones que se postulan a sus realidades próximas; esto es ciertamente difícil. Pero no basta con conservarnos sanos: es preciso estar mental y físicamente fuertes, para, entre otras cosas, cultivar la mejora continua y la innovación. Se dice que ésta es la fórmula de la supervivencia (sin tener que recurrir necesariamente a la metamorfosis o la metempsícosis).
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